No hay forma de encasillar a Nicolás Aráoz, así que todo se resuelve amparándolo bajo el gran paraguas del quehacer cultural tucumano. Como el suyo es un discurso arraigado en la modestia, evita describirse como una figura del teatro, del audiovisual o de las letras. Y lo cierto es que Araóz dirige, actúa, escribe y hace muchas otras cosas ligadas, por ejemplo, a una puesta en escena. Y además entrelazó su vida con la docencia. Protagonista de la cultura es y del corazón de la cultura viene: su madre, Inés Aráoz, es una de las grandes poetas que ha dado esta tierra. Son demasiados los motivos que invitan a escucharlo.

- ¿Quién es Nicolás Araóz?

- No tengo idea… Sí puedo decir lo que hago. Soy director de teatro, hago audiovisuales también, soy docente… Creo que soy un buen amigo. Qué difícil es la pregunta, no sé qué contestarán los demás.

- Respondiste por el lado del hacer. ¿Te reconocés como un hacedor?

- Sí, totalmente. En mi vida se han ido presentando cosas que no me había imaginado nunca, como la docencia. Siendo muy chico me ofrecieron dar clases y me parecía lo contrario a lo que quería hacer. Es más, venía de portarme muy mal como alumno en el Gymnasium. Y la verdad es que fue descubrir que la docencia es un lugar muy importante para mí. Enseñé en todos los lugares que se te ocurran: primaria, secundaria, privado, público, en la Universidad, en espacios no formales, en el Taller La Lupa.

- Pero no te habías preparado para eso…

- Me preparé en la Universidad para ser actor y de repente estaba dirigiendo. Es que me fui a estudiar cine un año en Buenos Aires y todo ese plan actoral quedó en una valija, porque me interesó mirar las cosas desde otro lugar. Curiosamente, como en (el film) “La fiesta de Babette”, la vida me devolvió la posibilidad de actuar en espectáculos teatrales y en algunas películas y series. Eso fue un regalo. También pasa que siempre estoy predispuesto, me cuesta un montón decir que no.  Cuando me invitan siento que por algo está pasando eso.

- ¿Siempre funcionaron así tus cosas?

- En algún momento de la infancia me imaginaba actor de cine, pero también me imaginaba abogado, que era un oficio de mi familia, o psicólogo, carrera que estudié junto con Teatro cuando salí del colegio. En relación con el arte tengo la mirada de mi madre. Ella hizo mil cosas, pero la escritura siempre fue su centro. Por eso nunca le tuve miedo a eso de “¿con el arte de qué voy a vivir?”. Me pasó de tener clases de Teatro en el colegio con Chicho Bonilla y ahí me dije “esto es lo que quiero hacer”. Era algo que tenía cuerpo y de repente mi cuerpo entraba en esa propuesta que significaba el teatro.

NICOLAS ARAOZ

- Te tocó transitar los años de la posdictadura. ¿Cómo fue esa etapa?

- Pienso en lo buenísimo de la vuelta a la democracia y en haber vivido esos años en un colegio como el Gymnasium, que ha tenido muchos desaparecidos. Tuve conciencia de eso siendo muy chico. De los 90 recuerdo aquella historia de no meterse en política. Creo que siempre estuve parado en un lugar claro, pero no siento que haya un trabajo mío que tuviera un texto politizado. Creo que la nuestra es una generación que ha sufrido el no te metás, el no opinés, el esquivá ciertas preguntas.

- ¿Y cómo te llevás con eso?

- He ido abriendo mis puertas a todo lo que llegaba. Muchos años después puedo analizarlo como parte de esa generación y no lo he vivido como si me faltara algo.

- ¿Cómo te relacionás con el trabajo?

- En casi todo he entrado de alguna mano amiga. Por lo general me llaman. Pienso en el ejemplo de “Los dueños”, con Boby (Toscano) y Ezequiel (Radusky) diciéndome “queremos que actués en la película”. Yo les dije: “mientras no aparezca en cuero, todo bien”. Bueno, después aparecí un poco en cuero. Mi amigo Nico Iriarte dice que la calificación que tiene la película subió de 13 a 16 años debido a la pasada mía en toalla (risas). Como Homero Simpson. Bueno, es así, siempre he sido invitado, ya sea por referencias de amistades o por mis trabajos previos. También por eso siempre me cuesta decir que no.

- ¿Tenés un sistema, alguna fórmula más allá del género o de la plataforma en la que te toque estar?

- Siempre tengo la sensación de que no sé nada, y no es falsa modestia. Por ejemplo, me llaman para dirigir el Teatro Estable y estoy espantado. Después me voy relajando y me concentro en lo que estoy haciendo. Esa es mi dinámica. Nunca me consideré un escritor, sin embargo escribí algunos espectáculos. Tampoco me considero director, pero los actores están ahí, esperando que les digás algo, charlás con ello, y empezamos a caminar juntos. Esa es. No tengo método, me cuesta un montón decir “voy a trabajar desde el oficio”. Me cuesta pensar que tengo un oficio, incluso con la docencia. Lo que no existe en mi caso es el aburrimiento. Tengo la cabeza abierta a todo, una disposición a jugar increíble. No me he aburrido nunca y creo que nunca me va a pasar.

- Cuando dirigiste al elenco Estable fuiste por el lado de los clásicos. ¿Por qué?

- Pienso que el Teatro Estable es para eso. Pero así como estoy ligado a los clásicos hago lo que quiero con ellos. Trato de pensar que es un espacio en el que tenés actores de oficio y la posibilidad de una gran puesta porque están los técnicos adecuados. Al teatro independiente lo ligo con proyectos más personales, aunque los clásicos también se vuelven personales en cuanto a la puesta en escena. Sí recuerdo mi primera entrada al Estable, cuando Ricardo Salim era el director y le dije que quería adaptar un cuento de Hugo Foguet. Me dijo que sí, pero después cambió la administración, pasaron muchas cosas y con el tiempo terminé haciendo “Bodas de sangre”. Al proyecto de Hugo, que se llamaba “Playas”, terminé haciéndolo con Tajo, mi grupo independiente.

- En las entrevistas hablás mucho de lo experimental, como si fuera un perfil que te identifica. ¿Es así?

- Mucha gente me dice “no digás experimental”, pero yo lo asocio con que siempre estoy experimentando cosas nuevas. No parto de grandes supuestos, ni ajenos ni propios. Agarro “Un guapo del 900” y me pregunto qué me gusta, o lo mismo con Molière. Me acuerdo de que cuando hicimos “El enfermo imaginario” yo estaba en un momento personal de mucha tristeza y así entré a trabajar. En la construcción de esa comedia agresiva, de mucho gag y enredo, iba por debajo mi tristeza. Lloraba la gente, lloraban los actores en cada función. Sentí que a mi tristeza pude soltarla ahí y transformarla en otra cosa. Ese es mi experimento.

- ¿Cómo sale la cultura de este momento complejo?

- Mi primer espejo es el grupo de teatreros. Veo lo que están sufriendo, con las salas cerradas, el no poder vivir del teatro. Pero también sé que Tucumán es un hervidero, donde siempre están surgiendo cosas nuevas y buenas, encontrando la vuelta para poder hacer. Confío en que dentro de muy poco vamos a encajar en un mundo un poco distinto al que conocíamos, para que nuestra voz se pueda escuchar de vuelta. Pero la cultura de Tucumán me impresiona.

- ¿Cómo eras de chico?

- Tuve una infancia muy feliz, he disfrutado cada momento de mi vida, y en general he reciclado los sufrimientos. No digo que no los haya habido, pero los transformé en otra cosa. La adolescencia fue muy divertida, siempre tuve mucho sentido del humor, con amigos-hermanos entrañables. Y con una mamá amiga también. En esa época mi abuelo, Juan Carlos Aráoz, fue como un padre para mí. Hoy estoy viviendo en la que era su casa, en Macomitas.

- ¿Y cómo es la relación con tu madre? ¿Qué rol juega la poesía allí?

- A mi papá, que también es poeta, llamado Ángel Leiva, lo conocí post-30. Mi mamá siempre estuvo y además es mi amiga. Nuestra relación es de charlar un montón, de alentarme con las cosas que hacía. A su poesía la reconozco en la musicalidad de mis espectáculos, en la mirada poética u onírica que les imprimo. La película que pronto quiero hacer tiene el título de un libro de ella, “Barcos y catedrales”.

- ¿Cómo te está tratando la pandemia?

- Por un lado me asusta, me enojo con la gente que no se cuida. Veo todo muy complicado y eso me da cierta angustia. Por suerte no he perdido un familiar cercano. Pero sí he aprovechado esta época para hacer un cambio importante, entonces me fui a vivir al campo. También me emparejé con Antonella Mazziotti, que es una persona muy hermosa y una bailarina talentosa con quien trabajé en algún momento. Ella me conectó con deseos míos, como la meditación, con otra clase de alimentación. Creo que la pandemia es un buen momento para reflexionar y tratar de producir algunos cambios. Si todo el mundo mejorara un poquito sería un montón, más que nada pensando en el otro, porque todo vuelve a uno. Yo me siento bien, pese a que es un momento muy difícil, sobre todo para la gente que está sufriendo, y no puedo dejar de empatizar con ellos.

- Ese cambio del que hablás está ligado también a rodar “Barcos y catedrales”…

- Mi idea era filmar en agosto, pero todo se complicó, empezar un rodaje ahora sería una locura. Pero esto me da un tiempo para seguir buscando productores que quieran arriesgarse a acompañarnos con dinero en este proyecto. Sé que el camino que hice va a ayudar a que me encuentre con gente predispuesta en ese sentido. Bueno, entre enero y febrero espero estar filmando. El guión es mío, una suerte de drama que tiene de todo: romance, acción y sentido del humor.

- Sería una película inscripta en el Nuevo Cine Tucumano. ¿Cómo te llevás con ese rótulo?

- Este cine tucumano está entrando en una especie de mercado nacional, un espacio más federal y profesionalizado. Quizás ese sea el Nuevo Cine Tucumano, un camino hacia la profesionalización.

- ¿Dónde nace la pasión por el cine?

- De chiquito íbamos con mi primo al cine del Tulio y veíamos tres películas juntas. Cuando tenía 12 años mi mamá me llevó a ver “Fanny y Alexander”. Soy un cinéfilo, me gusta todo. De los realizadores nacionales, Ana Katz, Lisandro Alonso, Lucrecia Martel, que es como lo más, Toscano y Radusky, por supuesto. En el caso del teatro tucumano, si estrena una obra Jorge Gutiérrez voy seguro, es alguien que admiro un montón. He tenido muchos maestros, desde mi madre y Lilian Mirkin, pienso en Mikicho Brunetti, en Máximo Gómez, Ricardo Sobral… De todos aprendí.

- ¿Y desde el otro lado, hablando de enseñar? ¿Cuál es la clave?

- Me gusta que confíen en mí. Eso a veces lleva un tiempo. En el espacio de la confianza es donde el alumno mejor se encuentra con su propia producción. Si a un ejercicio lo hacen para mí están fritos, porque no importa. Tienen que hacerlo para ellos. No pienso en las cuestiones de las notas, de aprobar o desaprobar; lo que quiero es generar algo que los suelte. Por ahí pasan 20 años y te encontrás con un estudiante que te dice “para mí fue muy importante cuando dijiste o hiciste tal cosa” y ahí está.

- Te toca vivenciar una etapa muy importante en la historia del Gymnasium, también desde el lugar de tutor. ¿Cómo lo analizás?

- Con la entrada de las mujeres hubo una pequeña resistencia, que los medios reflejaron de otra manera, porque puertas adentro, por parte de los chicos, hubo un gran crecimiento. La muerte de Matías (Albornoz Piccinetti) fue un hecho lamentable, pero los chicos pudieron transformarlo en función de su propio crecimiento. Hace poco tuvimos unas jornadas de reflexión en las que ellos pensaron en su compañero como un chico no violento. Está el ejemplo de los enfrentamientos con los chicos de la Normal, que se daban de una manera absurda; bien, los chicos reflexionaron sobre esto y se dieron cuenta de que no tiene sentido. A mí me impresiona cómo está creciendo el Gymnasium, y cuando vienen egresados de otras épocas y me dicen “el colegio ya no es lo que era”, les digo “no, es mucho mejor”. Tienen la posibilidad de un cambio y lo están haciendo. Mi hijo tiene 12 años, está en el colegio y yo aprendo de él.

- ¿Cómo es Nicolás Aráoz papá?

- Con mis dos hijos tengo un vínculo muy fuerte, muy lindo. Siempre he tratado de charlar con ellos, que es algo que he recibido. También de poner límites, porque los necesitaban en determinados momentos.